Por Roberto Lazo Cuadros, Mg. en Comunicación Estratégica y especialista en comunicación y relacionamiento comunitario en el sector minero-energético.

En el debate nacional sobre la minería en el Perú, se presta poca atención al papel transformador de la comunicación estratégica y la articulación entre actores como base del desarrollo sostenible. Sin embargo, en la sierra de La Libertad, a pocos kilómetros de distancia, conviven dos realidades que ilustran con claridad los caminos opuestos que puede tomar esta actividad: por un lado, la violencia asociada a la minería ilegal; por el otro, una experiencia de formalización impulsada desde la comunidad que ha marcado un hito en el país.
En octubre de 2013, la Comunidad Campesina de Llacuabamba (distrito de Parcoy, provincia de Pataz) logró formalizar su actividad minera gracias a un acuerdo con Minera Aurífera Retamas S.A. (MARSA). Este proceso, iniciado en 2011, permitió incorporar inicialmente a 170 mineros artesanales y hoy suma más de 1,200, convirtiendo a Llacuabamba en la primera comunidad campesina del país en practicar minería formal y responsable, bajo estándares como la norma ISO 9001.
El convenio firmado entre MARSA y la comunidad estableció un modelo pionero de cesión de uso de concesiones, en el que la empresa mantenía la titularidad minera, pero delegaba la operación artesanal a asociaciones comunales formalizadas. MARSA brindó soporte técnico, legal y ambiental, así como acceso a canales de comercialización formales y capacitación en seguridad y medio ambiente. A cambio, la comunidad asumió el compromiso de cumplir con los estándares técnicos, organizarse de manera eficiente y operar con transparencia.
Los beneficios han sido múltiples. Parte de la producción formalizada se destina a la comunidad, que invierte esos recursos en infraestructura, salud, educación y programas sociales. Se ha generado empleo digno, fortalecido la cohesión social y promovido una cultura de legalidad y corresponsabilidad.
Tuve la oportunidad de vivir este proceso desde dentro, como parte del equipo de MARSA. Fui testigo de cómo el diálogo permanente, la comunicación clara y una visión compartida consolidaron una relación de confianza entre la empresa y la comunidad. La formalización no fue impuesta: fue fruto de un proceso participativo que entendió que la sostenibilidad depende de la legitimidad social.
Esta experiencia contrasta con la situación en otros distritos de la misma provincia, como Pataz, donde la minería ilegal ha proliferado sin control. Allí, la violencia, la extorsión y las mafias del oro han generado un escenario de crisis. La reciente masacre de trece trabajadores mineros dentro de un socavón evidencia la magnitud del problema.
Minera La Poderosa ha intentado canalizar a pequeños mineros hacia la legalidad mediante contratos individuales. Sin embargo, la ausencia de un enfoque colectivo y la debilidad del marco normativo han limitado el alcance de estos esfuerzos. La falta de organización comunitaria dificulta la construcción de un entorno seguro y sostenible.
En paralelo, la economía informal alimenta redes delictivas, debilita la institucionalidad local y agrava la degradación ambiental. La respuesta estatal —basada en operativos policiales y militares— es reactiva y no resuelve el problema estructural: la ausencia de una política integral de formalización minera que combine incentivos, control, desarrollo productivo y articulación territorial. El REINFO, lejos de fomentar avances hacia la legalidad, ha terminado protegiendo a miles de operadores sin voluntad de formalizarse.
Ante este panorama, la comunicación y el relacionamiento estratégico no son herramientas accesorias: son condiciones necesarias para la sostenibilidad. Llacuabamba demuestra que es posible construir confianza mediante diálogo honesto, liderazgo compartido y visión de futuro. Cuando la minería se integra al territorio con enfoque social y ambiental, puede convertirse en un verdadero motor de desarrollo.
Hoy más que nunca, el país necesita modelos replicables de formalización que pongan al centro a las comunidades, respeten el entorno natural y contribuyan a la paz social. Esto requiere una acción concertada entre el Estado, las empresas, las organizaciones sociales y la ciudadanía. Solo así la comunicación cumplirá su verdadero rol: ser el eje articulador de un cambio duradero.
Foto de portada: Madre de Darwin Cobeñas llora su asesinato ocurrido en Pataz, La Libertad, en el contexto de avance de la minería ilegal en Perú. Ralph Zapata/ Norte Sostenible