Norte Sostenible

El bosque seco agoniza: la batalla por salvar un ecosistema olvidado 

El sol apenas asoma y el aire huele a hojas secas. Gladys Huamán, de 27 años, inicia su jornada caminando entre los árboles con paso sereno y mirada firme. La piel tostada por el sol revela los años transcurridos bajo este cielo ardiente, cuidando el bosque que es su hogar. Cuando avanza, cada crujido bajo sus zapatillas le recuerda el mismo sonido que escuchaba cuando era pequeña y su padre le enseñaba los secretos de este bosque que, año tras año, disminuye por culpa de taladores ilegales y de un Estado que aquí en Piura, es solo una palabra lejana. 

Hace años, Gladys escuchaba a su padre señalar el bosque como si fuera un ser vivo. Él fue uno de los primeros comuneros que luchó por proteger este espacio natural cuando aún nadie hablaba de conservación. A los once años, cuando una pava aliblanca —ave que se creía extinta— reapareció en su comunidad, algo despertó en su interior. Desde entonces, supo que su vida estaría unida al bosque seco, un ecosistema representativo del norte de Perú. Hoy esa promesa que le hizo a sus antepasados sigue firme: cuidar los algarrobos y las especies que aún sobreviven al calor y a la tala ilegal

La suya es una lucha contra el tiempo. El bosque seco —hogar del algarrobo, el zapote y el faique— está desapareciendo. En los últimos 23 años, el norte del Perú ha perdido más de 440 mil hectáreas de este ecosistema, que atraviesa las regiones de Piura, Lambayeque, Tumbes y La Libertad, según MapBiomas Perú.

La deforestación avanza con la fuerza de la tala ilegal, la expansión agrícola, las plagas y la falta de control de las autoridades. En el norte de Perú, la pérdida del bosque seco no es solo una estadística, sino que constituye la desaparición de un estilo de vida. Cada árbol talado significa menos alimento para el ganado, menos algarroba para los pobladores, menos sombra para el desierto y menos servicios ecosistémicos. Como consecuencia, el calor se intensifica, las lluvias escasean y las comunidades rurales se quedan sin recursos ni agua. En este reportaje, Norte Sostenible expone la devastación que sufre el bosque seco del norte peruano y cómo las comunidades rurales y diversas organizaciones están emprendiendo iniciativas de restauración y reforestación para revertir esta pérdida, revalorar el bosque y demostrar que aún hay esperanza.

Un ecosistema que agoniza

El norte de Perú, hogar del bosque seco, enfrenta una de las mayores crisis ambientales de su historia. En los últimos 23 años, ha perdido 440,021 hectáreas de su ecosistema, distribuidas en Piura (280.974 ha),  Lambayeque (136.089 ha), Tumbes (15.206 ha) y La Libertad (7.752 ha)

El análisis de la serie histórica y de los mapas satelitales de MapBiomas Perú que elaboró Norte Sostenible confirma una pérdida sostenida. Solo entre 2010 y 2024 se perdieron 252,179 hectáreas; es decir, un promedio de 18 mil hectáreas por año. No obstante, según el ingeniero Abraham Díaz, exjefe del programa Norbosque del Gobierno Regional de Piura, hasta el 2014 se calculaba que la tasa de deforestación anual era de 20.800 hectáreas.

“En regiones como Piura, Lambayeque y Tumbes, donde el calor extremo es cada vez mayor, perder bosque seco significa perder la capacidad natural de regular el clima y retener agua” 

Jorge Palacios, presidente de la Mesa Técnica del Algarrobo de Piura

Las causas de la deforestación identificadas por el Ministerio del Ambiente (Minam) son múltiples, pero destacan el cambio de uso de las tierras para agricultura y la tala ilegal de árboles, como el algarrobo, especie vital del ecosistema de bosque seco. 

Roberto Fernández, administrador Técnico Forestal y de Fauna Silvestre del SERFOR, autoridad responsable de combatir la tala ilegal, revela que en Piura  —región que concentra el 65% de bosque seco— solo hay dos puestos de control (en Bayóvar y La Matanza) para 36 rutas identificadas de transporte ilegal de madera de algarrobo.

La principal dificultad para fiscalizar—advierte Fernández— radica en el método que usan los traficantes; la madera del algarrobo es transformada en carbón dentro de los bosques, lo que dificulta su identificación y facilita su transporte ilegal.

El impacto en las comunidades

A los problemas históricos que afectan el bosque seco se suman nuevas amenazas: plagas que arrasan con los algarrobos, una débil política pública para restaurar el ecosistema y falta de vigilancia ambiental. En muchas zonas, la recuperación depende casi por completo de la organización comunal y del compromiso de ciudadanos como Gladys Huamán.

A esta pérdida se suma un grave proceso de degradación que se ha acelerado al punto de convertirse en una crisis ambiental. En Piura, según advierte el presidente de la Mesa Técnica del Algarrobo, Jorge Palacios, los índices de degradación de este ecosistema superan ya el 60%, y en Lambayeque llegan hasta un 70%, afectando la economía familiar y la seguridad alimentaria.

En comunidades como Locuto o Ignacio Távara, en Piura, los efectos ya se sienten. La producción de miel y algarroba —base de la economía local— ha caído hasta un 70%. La crisis sanitaria de los bosques secos se debe a una plaga provocada por unas larvas que se asientan en las hojas y va desnudando al árbol de abajo hacia arriba, dejándolo vulnerable a otros vectores que finalmente lo matan, explica Palacios.

Este impacto en la economía rural llevó a que muchas comunidades decidieran involucrarse directamente en la restauración del bosque seco, con el único fin de devolverle la vida al ecosistema que por generaciones les dio sustento y esperanza.

Iniciativas para salvar el bosque seco

Frente a la acelerada deforestación y pérdida de biodiversidad en el norte del país, diversas organizaciones y comunidades han iniciado una carrera contrarreloj para restaurar el bosque. La propuesta, nacida de investigaciones del Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (CIPCA) y la Universidad de Piura (UDEP) en los años 2000, consiste en reforestar con especies nativas. No se trata solo de sembrar árboles, sino de reconstruir la vida del desierto con su misma identidad.

El proceso es paciente. Primero se recolectan las semillas de los árboles madre, luego se germinan en viveros y, cuando alcanzan fuerza suficiente, se trasladan a zonas degradadas. Allí, los comuneros juegan un rol importante, pues serán los encargados de regar, limpiar y mantener con vida a los plantones bajo un sol que no perdona y con los taladores ilegales a la expectativa para actuar aprovechando el mínimo descuido.

En Piura, el vivero de la Agencia Agraria Chira produjo más de 3,600 plantones este año, y el de Poechos, del Proyecto Chira-Piura, apunta a 200 mil anuales. La Autoridad Nacional del Agua también reforesta 744 hectáreas de bosque en la microcuenca de Pusmalca, en Chanchaque, Huancabamba. Aunque esta zona pertenece a la sierra de Piura, su impacto hidrológico repercute en la recarga del valle bajo, donde se encuentra el ecosistema del bosque seco.

Asimismo, registros históricos señalan que las lluvias del Fenómeno El Niño del 2017 permitieron reforestar cerca de 2,000 hectáreas de bosque seco en los distritos de La Arena, Catacaos y Tambogrande, aprovechando la humedad del suelo para promover la germinación natural del algarrobo.

Guardianas del bosque seco

Pero el cambio más profundo no está en las cifras, sino en la gente. Y Gladys lo sabe bien. Cuando se involucró en el proceso de reforestación a través del proyecto Bosque Seco de Profonanpe, la desconfianza era enorme. “Al principio fue difícil —recuerda—. Muchos no querían saber nada de la reforestación. Pensaban que íbamos a cercar el monte y que el ganado se quedaría sin pasto”.

Todo cambió cuando las capacitaciones llegaron junto con las oportunidades de empleo. “En las campañas de reforestación y limpieza, muchos se animaron a participar. Ahora saben que el bosque puede darles trabajo y sustento si se maneja bien”, dice.

La historia de Gladys no es la única. Es parte de una red de iniciativas de reforestación que se extienden desde Tumbes hasta La Libertad, impulsadas por comunidades, asociaciones y gobiernos locales y regionales.  En Locuto, por ejemplo, Leonel Temoche lidera el programa “Adopta un árbol”; en la zona de Mangamanguía, Reina Gómez coordina con mujeres conservacionistas que combinan apicultura con reforestación en la misma localidad.

HEROÍNAS. Ellas ayudan a salvar el bosque seco de Piura, junto a Profonanpe. Foto. Profonanpe.

“No fue fácil convencer a todos. Pensaban que queríamos imponer reglas o cerrar el monte. Pero con el tiempo entendieron que conservar también es producir”.

Reina Gomez, presidenta de la Asociación de Mujeres Conservacionistas del Bosque Seco del caserío Mangamanguilla

Hoy, esas comunidades se han convertido en un ejemplo regional. Los viveros comunales han generado hasta 50 empleos temporales por campaña y las ferias de bioemprendimiento exhiben productos derivados del bosque seco: miel, algarrobina, jabones, infusiones.

Además, estas experiencias han escalado —y podrían impactar— a zonas mucho más áridas del norte peruano, como el desierto de Sechura, donde una empresa privada reforestó 350 hectáreas de bosque seco en áreas que anteriormente estaban despobladas y que en la actualidad se han convertido en zonas verdes.

PROYECTO. Una empresa privada también ejecuta un proyecto de reforestación en el desierto de Sechura.


El impulso de las comunidades

Aunque el norte de Perú empieza a trazar una ruta de conservación; algunas instituciones consideran que las estrategias deben ejecutarse de manera agresiva. Para ello, ensayan una estrategia inédita: reforestar desde el aire con un “mix de especies nativas, como el charán y el palo verde”

Con drones de gran capacidad, sensores multiespectrales y un enfoque basado en la ciencia, Piura busca replicar los procesos naturales del ecosistema y revertir la pérdida anual de miles de hectáreas. “Queremos imitar a la naturaleza, sembrar con el agua de lluvia y para eso usaremos drones que cargan hasta 50 kilos de semillas”, explica el ingeniero Mario Moscol, gerente de Recursos Naturales del Gobierno Regional de Piura.

A diferencia de los proyectos convencionales, que logran reforestar apenas entre 100 y 200 hectáreas, el plan de reforestación aérea busca escalar a “miles de hectáreas en cuestión de días”. Sin embargo, Moscol insiste en que la tecnología no basta: “Los drones pueden sembrar, pero solo las comunidades pueden hacer que el bosque crezca. Queremos que cada comunidad se haga responsable de los árboles que se siembren”, añade.

Sin embargo, los proyectos tecnológicos deben complementarse con políticas urbanas coherentes y sostenibles. Pues, mientras en el campo se siembra, en la ciudad de Piura, cuya temperatura en verano alcanza los 38° C en temporada de verano, los árboles son exterminados para imponer obras de cemento.

Por ejemplo, en la avenida Don Bosco se han talado más de 500 árboles y en la avenida Grau se matarán 30 ejemplares. El mismo patrón se repite en varios proyectos urbanos. Y, aunque Moscol señala que se incorporará un componente de compensación ecológica para toda obra civil que afecte el bosque seco urbano; los expertos aseguran que los daños son evidentes a corto plazo: más islas de calor, menos sombra, menos servicios ecosistémicos.

A ello se suma que a la fecha no existe aún un sistema unificado de monitoreo a largo plazo que mida integralmente los efectos de la reforestación sobre la captura de carbono, la reducción de la desertificación y la mejora de la biodiversidad. Los datos disponibles provienen de reportes dispersos del gobierno regional, proyectos piloto y ONG´s como AIDER, que desde 2015 promueven la siembra de algarrobo en comunidades del norte del país.

Un primer paso—recomienda el ingeniero Gastón Cruz, docente de la Universidad de Piura— es que las autoridades realicen un censo de tocones de algarrobo, es decir, un registro detallado de los restos de árboles en la ciudad y en las zonas rurales. Este censo permitiría determinar cuántos algarrobos han sido derribados, en qué áreas ocurrió la tala y si es posible su regeneración natural o si es necesaria una reforestación urgente en las zonas afectadas.

Por otro lado, la falta de una base de datos consolidada impide evaluar el impacto real en términos de supervivencia de plantones, balance hídrico o beneficio económico sostenido. Sin embargo, la percepción comunitaria y las evidencias visibles en campo confirman que el bosque seco está renaciendo, lentamente, pero con raíces más fuertes.

Los desafíos para salvar el bosque

Pese al entusiasmo, los desafíos por preservar el bosque seco persisten. El decano de la Facultad de Agronomía de la Universidad Nacional de Piura (UNP), José Remigio Argüello, advierte que la falta de disponibilidad y gestión del agua, la persistencia de la tala ilegal y la falta de financiamiento a largo plazo, limitan el éxito de las iniciativas de recuperación del bosque seco.

Sin embargo, Remigio considera que el principal escollo que se debe sortear es el financiamiento, pues no existe una priorización para este tipo de proyectos, por el contrario, la inversión se dirige generalmente a infraestructura o insumos agrícolas. Además, la falta de un programa de incentivos claros para las comunidades, como los pagos por servicios ecosistémicos, pone en riesgo la continuidad de las actividades una vez que el financiamiento externo cesa.

En paralelo, la falta de un sistema regional integrado de monitoreo impide medir de manera continua los impactos reales del programa en la biodiversidad, la infiltración hídrica o la captura de carbono. Para ello, sugiere el uso de tecnología avanzada. Aunque la naturaleza hace su tarea de reposición, explica la velocidad de la deforestación es mucho mayor, generando un “balance siempre negativo”.

Por ahora, el bosque seco respira, gracias a guardaparques, comuneras y brigadistas que, como Gladys Huamán, siembran esperanza donde antes solo había polvo. En el norte del Perú, cientos de personas como ella están volviendo a plantar futuro. Mujeres y hombres que entienden que cada brote de algarrobo es una manera de volver a respirar, de reconciliarse con una tierra que nos pide ayuda urgente.

Foto de portada: Bosque seco de la Universidad de Piura (UDEP). Créditos: UDEP


«Este reportaje se realizó con el apoyo de Earth Journalism Network, a través del Fondo para el Periodismo de Soluciones en Latinoamérica, una iniciativa de El Colectivo 506. El reportaje se publicó en colaboración entre Norte Sostenible y El Colectivo 506 en noviembre del 2025″.

En el norte del Perú, el bosque seco agoniza. En los últimos 23 años se han perdido más de 440 mil hectáreas de este ecosistema vital que regula el clima y abastece de agua a las comunidades rurales. En medio de esta crisis ambiental, mujeres como Gladys Huamán, en Piura, lideran iniciativas de reforestación y conservación con especies nativas como el algarrobo. A pesar de la tala ilegal, las plagas y la falta de control estatal, los comuneros no se rinden: restauran el bosque, recuperan su economía y reafirman su vínculo con la tierra.

10 noviembre, 2025