Por Tatiana Zuazo, Doctora en Educación

Esta historia, fiel a su título, merece ser contada como un cuento. Pero no uno de hadas, sino uno de advertencia, de esos que duelen porque son reales.
Había una vez una urbanización ubicada en una zona alta del distrito piurano, un rincón que había crecido lentamente, gracias al esfuerzo de sus propios habitantes. Algunos de ellos se consideraban fundadores, pues fueron los primeros en levantar, con sacrificio, sus viviendas en medio del polvo y del sol ardiente. A primera vista, todo parecía tranquilo. Sus calles normalmente permanecían en silencio, algunos niños jugaban y había poco tránsito.
Diciembre de 2020. El verano piurano ya anunciaba su furia con temperaturas cercanas a los 32°C. Fue entonces cuando ocurrió lo impensable: el agua de las cañerías comenzó a salir salada, densa, turbia. Imposible de beber. Inútil para cocinar. Un líquido que, en vez de calmar, generaba más sed. Los vecinos, atónitos, se agruparon en las esquinas. Nadie entendía qué estaba pasando. La noticia llegó rápido: el único pozo que abastecía a la urbanización se había dañado irreversiblemente.
La respuesta oficial fue tan mecánica como cruel:
— El pozo ha colapsado. No hay forma de recuperarlo. Procederemos a clausurarlo. Mientras tanto, se abastecerán por medio de camiones cisterna.
Pero había un pequeño gran detalle que nadie parecía haber considerado: la urbanización estaba llena de pasajes estrechos, invadidos por construcciones sin regulación, veredas ocupadas por rejas y macetas como barricadas permanentes. El resultado era obvio: las cisternas no podían ingresar a todas las casas. El agua no llegaba.
El caos no tardó. El calor aumentaba y la desesperación también. Los vecinos —antes cordiales, solidarios, buenos días por aquí, buenas tardes por allá— comenzaron a enfrentarse. Las discusiones se volvieron parte del paisaje. Los gritos, los reclamos, el golpeteo de baldes vacíos. Había nacido la guerra por el agua.
Se formaron dos clases. Los «elegidos», que no recibían ni una gota directa, y que debían correr cada dos días con mangueras de hasta 60 metros para llenar sus casas desde la única cisterna que alcanzaba una esquina. No importaba si trabajaban, si tenían niños pequeños o adultos mayores en casa. Si no estabas al pie del cañón cuando llegaba el camión, te quedabas sin agua.
Y estaban los «privilegiados»: viviendas ubicadas estratégicamente donde sí llegaba el abastecimiento; vecinos que, pese a ver la situación de los demás, seguían regando sus jardines, lavando sus autos, baldeando sus veredas como si vivieran en otra realidad.
Los representantes de la urbanización [Bello Horizonte] hicieron lo que pudieron: recolectaron firmas, enviaron documentos, gestionaron reuniones. Las autoridades provinciales acudieron para las fotos de rigor, sonrieron con casco y chaleco, y prometieron proyectos. Incluso circuló un documento que aprobaba la construcción de un nuevo pozo, pero meses después, lo único que creció fue la construcción de un polideportivo. Porque, al parecer, un campo de fulbito da más votos que una tubería con agua.
Y así, entre la resignación, el enojo y la sed, los vecinos siguen esperando. Esperando que las autoridades escuchen. Esperando que los planes se conviertan en realidad. Esperando que el nuevo pozo, ese que tanto se ha prometido y que nunca llega, les devuelva la dignidad de tener agua en sus hogares.
Mientras tanto, los niños aprenden a vivir entre baldes. Los adultos se turnan para hacer guardia cuando llega la cisterna. Y los que tienen suerte, riegan sus jardines como si todo marchara bien.
El pozo de los deseos sigue sin aparecer y en esta historia, a diferencia de los cuentos de hadas, nadie garantiza un final feliz.